EXPLOTACIÓN IGUAL O PEOR QUE EN LOS 70S

10 de agosto de 2020

En el verano del 73, recién terminado el tercer curso de Ciencias Químicas, me fui con una amiga a un “campo de trabajo” en Inglaterra. Queríamos trabajar unos días, para poder pagarnos unas vacaciones en Londres. En el campo de trabajo dormíamos en barracones y trabajábamos en lo que cada día podíamos: recogida de frambuesas, recogida de patatas, cadena de montaje de una fábrica de guisantes, …

Cualquier trabajo era duro. En la recogida de frambuesas nos pagaban al peso. La competitividad estaba servida. No había espacio para la solidaridad. Te colocabas en un lugar, frente a las matas de frambuesas, y que nadie metiese la mano en tu espacio, determinado por el área que cubrían ambos brazos extendidos y un poquito más. Si no respetaban tu espacio, las miradas podían ser asesinas.

El trabajo en la fábrica de guisantes era una reproducción de lo que le acontece a Charlot en Tiempos modernos. Ocho horas haciendo el mismo movimiento repetitivo, recogiendo botes de guisantes, que se movían a gran velocidad por la cinta transportadora, y colocándolos en una caja de cartón que teníamos en el suelo a la izquierda. Tres días fueron más que suficientes para comprender lo que puede suponer hacer durante años el mismo trabajo. Recordad cómo reacciona Charlot después de apretar tuercas en una cadena de montaje.

Hace unos días un programa de radio, hablando de los migrantes, temporeros que recogen la fruta en España y de los que se habla ahora a causa de la Covid-19, me trajo a la memoria los momentos más indignos de aquella estancia en un campo de trabajo cerca de Cambridge. Había días que por las tardes aparecían unas listas con el nombre de las personas que trabajarían al día siguiente. Otros días nos levantábamos temprano para esperar a los capataces de los campos, a que nos eligieran o no, al azar, para trabajar. Si decidían no cogerte, por razones inescrutables que desconocíamos, no trabajábamos y no cobrábamos. Allí en fila, esperábamos la decisión de los que tenían el poder de darte o no trabajo. Si nos cogían, nos subíamos al camión y liberábamos tensión cantando, ¡qué cabrón, qué cabrón…! Si no, nos volvíamos al barracón, con la cabeza gacha. Rumiando la indignidad vivida.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando escuché a un temporero contar lo mismo que yo había vivido muchas décadas atrás. En el año 2020 volvían a vivir lo que yo viví unos meses antes de que muriera Franco. Yo para pagarme unas vacaciones en Londres; él seguramente para mandar el dinero a su familia a km de distancia para poder vivir. Una gran indignación me recorrió todo el cuerpo y los ojos se me llenaron de lágrimas y el corazón de rabia.

Esta pandemia ha puesto delante de nuestras narices muchas injusticias que ya conocíamos, con más o menos certidumbre, y frente a las que nos solemos tapar los ojos y los oídos. Hace unos meses, febrero de 2020, el relator de la ONU, Philip Alston, declaraba que en España existían zonas donde no se respetaban unas mínimas condiciones dignas de vida, viviendas sin luz ni agua ni condiciones higiénicas, de habitabilidad. Estaba haciendo referencia a algunos asentamientos de migrantes, en los cuales personas que vienen a trabajar  a nuestro país no tienen cubiertos los derechos básicos. Y, además, en ocasiones, están sometidos a un racismo ambiental, a un rechazo permanente, a unas miradas acusatorias, acusatorias de qué, de trabajar en condiciones de explotación.

La pandemia ha puesto en el ojo del  huracán esta realidad de los migrantes: uno es abandonado en la puerta de un hospital y muere; al parecer, por un golpe de calor ; los incendios de las chabolas en Lepe dejan a muchos durmiendo en la calle y no hay respuesta empresarial ni institucional; el número de temporeros contagiados en Lérida y Aragón evidencian cómo viven estas personas en nuestro país. Siete u ocho personas hacinadas en menos de 70 metros cuadrados, leía el otro día en la prensa digital. 

Pero desgraciadamente el interés general radica en que son un foco de contagio, no en las condiciones infrahumanas en las que viven y trabajan en nuestro país. Es cierto que pueden ser, son, un foco de contagio, pero la responsabilidad no es suya, sino de los empresarios y de las autoridades que hacen la vista gorda, que permiten que vivan en unas condiciones que no desearíamos, no permitiríamos para nosotros ni nosotras. Aprovechemos la pandemia para que alcancen una vida y un trabajo dignos. Que no tengamos que avergonzarnos nunca ni que nos avergüence nadie de que en España existen formas solapadas de esclavitud. 

De nuevo leía ayer en la prensa: se desplazan por toda la Comunidad de Aragón en busca de trabajo. Esperan a los capataces y si no hay trabajo van en su búsqueda, porque lo necesitan. Muy parecido a lo que viví en Inglaterra en los años 70.

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